Capítulo 4

ME VOY DE EXCURSIÓN

Aquella mañana me levanté muy temprano. Me aseé, me vestí, desayuné rápido y tomé la mochila que había preparado durante la noche anterior. Me iba de excursión yo solito a visitar… el Barranco del Tesoro; si señor. No dejaba de sentirme un poco contrariado porque estaba haciendo algo que Mohamed, de seguro, no aprobaba. Pero era un riesgo que quería correr sabiendo que en cualquier momento él podía aparecer allí donde yo estuviera y reprenderme, o al menos, escuchar su voz reprobándome en mis oídos. Pero el deseo me podía más que el miedo de una regañera de Mohamed.

Llegué a donde quería sobre las nueve de la mañana. Busqué un anchurón donde aparcar el coche, me bajé de él con la mochila y el mapa que había utilizado la noche de antes, y me quedé pensativo. El sol empezó a despuntar tras la montaña ¿Hacía dónde debo ir? - me pregunté - ¿hacia arriba o hacia abajo? Hacia abajo se veían bancales labrados y algunos cortijos; hacia arriba, puro bosque de castaño y robledal. Entonces observé algo que me llamó la atención, una piedra en el suelo sujetaba otra más pequeña encima, y en medio parecía haber un papel. Me acerqué y empujé la piedra de arriba con la punta de pié: allí había una nota. Me agaché, la cogí y la leí; decía:

 Primera pista:

“Alégrate de tu confusión, porque eso significa que tienes varios caminos para elegir”  -Ovidio-

 De inmediato no me cupo la menor duda que Mohamed estaba detrás de esto y que conocía mis intenciones. ¡Ingenuo de mí! no recordé que él es capaz de leer las mentes de las personas, al menos la mía, que yo sepa, Esto empezaba a ponerse interesante porque él sabía a qué había venido hasta allí, y en lugar de prohibírmelo o regañarme, parecía haberse animado a iniciar un juego de pistas conmigo.

- Muy bien - me dije – acepto tu reto.

Conociendo a Mohamed era de suponer que quería enseñarme algo ¿pero qué? Podría ser el mismo tesoro, pero presentía que era más bien algún tipo de lección moral. Él ya me dijo que no me lo enseñaría hasta que no lo necesitase ver. Pero fuera lo que me fuera a enseñar, yo no estaba dispuesto a perdérmelo por nada.

Decidí ir hacia arriba. Si se me hacía tarde, bajar por aquellas laderas con el sol sobre la cabeza se haría más fácil que subirlas. Busqué lo que parecía ser el barranco, aunque no estaba seguro de que fuera precisamente el del Tesoro, porque en un plano topográfico como el que yo tenía, a una escala tan grande, es difícil asegurarse de que uno está donde cree que está. Empecé a subir por una pendiente empinada llena de vegetación, y a apenas unos pocos metros, como 50 o 60 de la carretera, me topé con una gran acequia. ¡Qué narices!, más que una acequia aquello era todo un canal de tres metros de profundidad por otros tres metros de anchura en la parte alta, y al menos dos metros en la parte baja, por donde discurría una buena cantidad de agua. Miré a uno y otro lado y me pareció que era imposible atravesarlo, así que tendría que caminar por su orilla hasta encontrar un vado. Decidí andar en el mismo sentido que el agua rodeado de castaños, espinos, helechos, encinas, robles melojos… hasta que después de diez minutos divisé un lugar por donde pude atravesar la acequia. Luego ascendí durante media hora por lo que parecía una vaguada casi imperceptible, sorteando igual tipo de vegetación. Allí crecía demasiado follaje, y tampoco había camino de ningún tipo para andar con comodidad. La espesura y la pendiente ahogaban mi avance cuando encontré en el sitio más perdido e inesperado otro mojón igual al primero.


Segunda Pista:

“Formúlate a ti mismo, y sólo a ti mismo, una pregunta: ¿Tiene corazón este camino? (…) Si lo tiene, el camino es bueno; si no lo tiene, no sirve para nada”.

 – Don Juan (Carlos Castaneda) –


Estas dos primeras máximas que me dio Mohamed como pistas ya las conocía. Las tengo recopiladas en un volumen que hace años me dio por confeccionar y que llamé “El Libro de los Sabios”; pero nunca había tenido ocasión de aplicarlas a una experiencia de mi vida. Ahora Mohamed me había dado la oportunidad de pensar sobre ellas, pero... ¿qué me quería decir? Con esta segunda pista quería hacerme reflexionar sobre lo que estaba haciendo, sobre la aventura emprendida ese día que, nada más empezar, me había llevado a lo que parecía un callejón sin salida. ¿Tenía corazón mi camino? Sinceramente no lo creo. Lo que tenía era una mezcla de curiosidad y/o ganas de demostrarme algo a mí mismo. Había querido buscar por mi cuenta el tesoro que Mohamed no había querido mostrarme, diciéndome que no estaba preparado para ello; pero yo, en mi orgullo, sintiéndome quizás herido en mi amor propio, me había aventurado por mi cuenta y riesgo.  ¿Estaría diciéndome con aquella pista que estaba perdiendo mi tiempo y que mi esfuerzo era inútil? Desde luego, yo sabía que no estaba haciendo aquello con el corazón.

Necesitaba desviarme hacia alguna parte donde el terreno fuera más abierto y así podría avanzar mejor. Retrocedí unos metros y subí desviándome hacia la izquierda para ganar altura, separándome un tiro de piedra de lo que parecía un pequeño curso. Caminé otro rato ascendiendo en paralelo al supuesto “curso”. Ahora estaba cansado. Me quité la mochila de la espalda y me senté en una piedra que había a la sombra. Miré a uno y otro lado, pero por allí no había nada que se le pareciese a un barranco, si acaso algún altillo de roca, pero nada más. Bebí de una botella de agua, entonces vi la tercera pista.

Tercera Pista:

“No camines delante de mí, no puedo seguirte. No camines detrás, no puedo ser tu guía. Camina a mi lado y seré tu amigo”.

- Proverbio Chino - 

 También conocía esta cita, como las anteriores. Grité fuerte llamando a Mohamed, ¿era eso lo que quería?, ¿acompañarme?

- ¿DÓNDE ESTÁS? SAL DE TU ESCONDRIJO. – Grité de nuevo.

No, Mohamed no quería salir. Quería seguir escondido. Entonces, ¿por qué pedía que caminara a su lado? ¿No sería que estaba reprochándome haber iniciado la búsqueda del tesoro sin consultarle, por mi propia cuenta? No lo sabía. Descansé un poco, apenas cinco minutos que aproveché para tratar de entender su mensaje, y luego, me levanté de nuevo para proseguir la marcha.

Ascendí durante otro largo rato. Ya me había retirado bastante de la carretera y del coche; lo pude comprobar en el cambio del paisaje a mi espalda. Al iniciar la excursión, estaba rodeado de bosque de hoja caduca, y apenas alcanzaba a asomar por encima del Cerro del Conjuro, un lugar al otro lado del Barranco que atraviesa el Río Trevélez. Ahora me situaba mucho más arriba, rodeado de pinar. Hacía rato que mientras caminaba, la sierra parecía acabarse cien metros más arriba y que iba a llegar a una cumbre, pero cuanto más ascendía, más y más se prolongaba la subida. Entonces encontré una nueva pista.

Cuarta Pista:

“De modo que, en vez de llegar al cielo al final, no hago más que caminar hacia él”


- Emily Dickinson -



Ésta última me pareció jocosa. Mohamed estaba riéndose de mí, pero a mí no me hizo ninguna gracia. Parecía estar dándome pequeñas lecciones, y cada una, cada vez más picajosa que la anterior. Me busqué otra piedra a la sombra y me dispuse a comerme un bocadillo. Era temprano, como las doce del mediodía, pero sentía como “una maná” de caballos corriendo al galope por mi estómago. Mientras almorzaba trataría de reflexionar sobre mi siguiente paso. Casualmente volteé aquella tira de papel que contenía la cuarta pista, y leí:

Quinta Pista:

“Los locos abren los caminos que más tarde recorren los sabios”

                                                                                      -Carlos Dossi -


- ¡Ag! - Lo tiré al suelo despectivamente - Ahora sentí que me estaba llamando “chiflado”.

Me zampé el bocadillo con mucha hambre, media botella de agua ya casi caliente y un plátano. Guardé los desperdicios en una bolsa dentro de la mochila y nuevamente, ahí estaba tratando de decidir qué hacer, si seguir subiendo buscando un barranco, o si volver con la esperanza de que la nueva perspectiva en bajada me permitiese encontrar alguna otra señal. Entonces me dije a mí mismo:

- Sexta Pista: “Quien no sabe a dónde se dirige, no llega a ninguna parte”. Pepe López.

Al menos traté de tomármelo con humor. La pregunta fundamental en aquel momento era: ¿Qué tipo de indicio podía ayudarme a encontrar el tesoro? o mejor dicho, una de las preguntas, porque inmediatamente me hice otras: ¿No será que Mohamed trata de desconcentrarme para que no descubra lo que había venido a buscar? ¿Realmente me creo capaz de encontrar algo? ¿No será mejor que vuelva por donde he venido? ¿Y si me concentro en las pistas…? ¿bla, bla, bla, bla? - Concéntrate Pepe – me dije confundido. Respiré profundo. Lo que era cierto es que todas las pistas mencionaban la palabra “camino”. Las saqué de mi bolsillo derecho y recogí también la que había tirado al suelo para volverlas a leer. Efectivamente, todas contenían esa palabra. Mohamed quería decirme algo, y aunque cada mensaje contenía un poco de mordaz perspicacia adaptada al momento en que las había ido encontrando, el conjunto de todos ellos me estaban indicando una sola dirección.

-    ¿El camino?, ¿el camino? ¿Qué me quiere enseñar Mohamed acerca del camino?, ¿qué camino?

Decidí entonces buscar un camino. Empecé a moverme para un sitio y para otro, sin subir más, pues ya era más de mediodía y no quería continuar separándome del punto de partida, hasta que encontré otro mojón con un nuevo papel que decía:


Doy por valida la sexta pista.

Séptima pista:

“Cuando tú encuentres el camino, otros te encontrarán a ti. Al pasar por el camino serán atraídos hasta tu puerta y el camino que no puede oírse resonará en tu voz, y el camino que no puede verse se reflejará en tus ojos”.
- Lao Tsé -


 - Muy bien – pensé - Cuando encuentre el camino otros me encontrarán a mí. No debiera de olvidar incluir la pista número seis, mi propia pista, en mi libro de recopilación de citas – me dije - Y ahora, ¿qué más?

Seguí andando sin saber exactamente hacia donde y encontré… ¿no sabes qué?, ¡un camino! Pero… ¿era el camino que tanto buscaba? Lo tome hacia abajo. Ya me había retirado bastante del lugar por donde había ascendido, creo, pues lo había perdido completamente de vista, o... ¿era yo es que estaba perdido? De pronto, me encontré con tres muchachos ataviados con trajes de ciclismo que empujaban sus respectivas “mountain bikes” cuesta arriba.

-    ¡Hola! – me dijeron, deteniéndose.

-    ¡Hola! – respondí.

- Estamos buscando el Barranco del Tesoro que creemos está por aquí cerca. ¿Usted sabe dónde queda?

Me quedé perplejo y sin saber que decir porque súbitamente me acordé de la séptima pista: “Cuando tú encuentres el camino, otros te encontrarán a ti”. ¿Ellos también buscaban lo mismo que yo? ¿Serían amigos de Mohamed? ¿Sabrían algo del tesoro? Por si acaso, no podía facilitarles ninguna indicación.

-    Señor, ¿me oye?

- Sí, perdona, es que soy un poco duro de oído. ¿Qué me decías?

- ¿QUE SI CONOCE POR DÓNDE CAE EL BARRANCO DEL TESORO? – me preguntó casi en grito.

- ¿Para qué? – le respondí con otra pregunta – Ahí no hay ningún tesoro, nada más que un cauce medio seco, piedras y matojos. Os va a resultar difícil pasar con las bicicletas.

- No importa – me dijo otro de los muchachos – venimos con un grupo y estamos siguiendo un juego de pistas. Tenemos que llegar a él para encontrar el tesoro. El primer grupo que llegue lo gana.

¡Dios mío! ¡No podía ser! ¿Habría hablado Mohamed con ellos o era sólo una gran coincidencia? En cualquier caso, ahora éramos todo un regimiento de personas quienes buscábamos un tesoro escondido. ¿Qué debía hacer yo? Tenía que ganar tiempo mientras ideaba alguna salida. Uno de los muchachos, quien pareció ver algo en el suelo, se agachó y recogió una tira de papel.

-    ¡Eh! – exclamó - ¡Aquí hay otra pista!

La leyó en voz alta:

Octava pista:

“Si un hombre quiere estar seguro del camino que pisa debe cerrar los ojos y andar en la oscuridad” 
-San Juan de la Cruz -



-    ¿Qué significará? - preguntó otro.

Entonces yo me aligeré a decir:

- Quizás quiere decir que debéis encontrar el camino al barranco vosotros solos, sin preguntarme. Si os ayudo, os quitaré el mérito.

Me miraron y luego se miraron entre ellos. Uno se encogió de hombros.

-    Venga, vámonos. No nos queda mucho tiempo.

Aquella respuesta me libró de guiarlos hacia el barranco. ¿De guiarlos, he dicho?, ¡pero si ni yo mismo estaba seguro de haberlo encontrado! Creo que quien le puso el nombre a aquel lugar tuvo mucha imaginación, porque por allí, ni había barranco, al menos como me lo había descrito Mohamed en su historia, ni debía de haber tesoro. Así que los muchachos se fueron sin decir adiós, y yo, no sé por qué, no me sentí muy bien. Creo que no había sido honrado del todo negándome a ayudarles. No debía ser fácil “andar en la oscuridad”, pero esos muchachos se fueron a locas, sin insistir en que yo les dijera por donde debían hacerlo. ¿Pero qué quería decirme Mohamed con aquella otra nueva pista? Tratando de adivinarlo, cerré los ojos y empecé a caminar hacia abajo, lentamente, para tratar de averiguar qué se sentía al avanzar a oscuras. Al principio era difícil, no daba tres o cuatro pasos sin entreabrir un ojo y echar un vistazo; luego fui aumentando la distancia: diez metros, quince metros, veinte metros… y de pronto sentí un fuerte porrazo en la frente. ¡Me había golpeado con una rama baja! Solté unos cuantos improperios, me quité la mochila de la espalda y busqué un poco de agua que aún me quedaba en la botella para echármela en el lugar del golpe. No sé qué me había hecho pero, me había dolido. Entonces se me ocurrió esta otra pista:

- Novena pista: “Ojos que no ven, golpetazo en la frente”. Pepe López.

Me senté otra vez dolorido pensando en aquella jornada. Ya tenía ganas de volver al coche e irme para casa; eran cerca de las cuatro de la tarde y el sol empezaba ya a decaer en el cielo. Oí unas voces a lo lejos y vi a otro grupo de chicos monte a través, ¡llevando sus bicicletas a cuestas! Los seguí con la vista hasta que se perdieron.

- No entiendo para qué quieren las bicicletas si no las usan ¡Vaya tontería! – me dije hablando para mí mismo.

Recogí la mochila, me levanté y seguí la marcha decidido a regresar al coche y dar por terminada aquella jornada un tanto extraña. En mitad de mi camino encontré una nueva pista, pero esta vez no le puse mucha atención. Me sentía saturado de tantas máximas:

 Tu novena pista no es válida

Novena pista:

“El que sigue el camino no encuentra defectos en el mundo. Ver los defectos de los demás es reforzar los defectos propios”.


- Hui Neng, Sexto Patriarca del Zen -



Como me pareció que me estaba desviando demasiado hacia el sur (estaba por encima de Pórtugos y Busquistar), decidí atrochar dirección este; entonces me encontré de nuevo con la acequia, pero no decidí seguirla debido a la espesura que crecía en su borde, lo que dificultaba mi caminar. Preferí seguir bajando siguiendo la pendiente del terreno, aunque esta vez me topé con una consecución de bancales, unos cultivados, otros sin cultivar, zarzas, cercas de alambre, desniveles tremendos y un montón de tuberías de polietileno negro tiradas de aquí para allá. ¡Vaya carrera de obstáculos! Después de invadir un sin número de propiedades privadas, por fin salí a la carretera y resoplé de alivio. Pero imaginé que aún tenía que andar algunos centenares de metros en dirección a Trevélez para llegar al coche, así que me puse a caminar por la orilla exterior de la carretera, y en una curva lo vi allá arriba esperándome. Cuando por fin llegué a él, me monté y salí a la carretera hasta encontrar un sitio donde la visibilidad me permitiese girar ciento ochenta grados y volver hacia casa.
Ahora la carretera era toda con pendiente hacia abajo, pero pasado Busquistar empieza una cuesta, y justo en una recta larga, dejando atrás lo que la gente llama “la Mezquita”, se me paró el vehículo. ¡Qué raro! El coche es viejo, tiene catorce años – pensé - pero nunca me había dejado tirado; lo mimo mucho, pero quizás ya le había llegado su hora. Lo dejé caer un poquito marcha atrás para pegarlo al máximo al borde de la carretera. Me puse el chaleco y salí a colocar el triángulo de señalización de avería. Luego abrí el capó y me puse a mirar y a tocar aquí y allá intentando averiguar qué le pasaba al motor. Una hora después, todavía seguía en el mismo sitio porque soy muy orgulloso y no me gusta pedir ayuda.
El sol ya casi empezaba a ponerse en el horizonte, y yo empezaba a desesperarme porque no tenía teléfono móvil, y lo que era peor: cuando viajé a Colombia con la intención de permanecer allí una larga temporada, anulé el seguro del coche para ahorrar unos euros y al volver lo renové con una nueva compañía sin contratar la asistencia en carretera; así que ahora estaba totalmente varado y sin posibilidad de pedir ayuda. De pronto empezaron a pasar muchachos pedaleando en bicicleta, quince o veinte acompañados por dos monitores mayores. Parecían haberlo pasado bastante bien y unos pocos de ellos se jactaban de haber encontrado el tesoro, ¡pero no llevaban ninguno encima! Respiré profundo. Por la naturaleza de la conversación pude adivinar que se dirigían a Pitres, y que los ganadores estaban dispensados, al día siguiente, de hacer ciertas labores no deseadas. ¡Ese era el tesoro!: un día eximidos de hacer limpieza y otras tareas desagradables. Por un momento desee ser uno de esos muchachos, viajar arropado en grupo en lo alto de mi propia bicicleta y así poder llegar pronto a casa, cuando de pronto recordé lo que había pensado esa misma tarde acerca de la inutilidad de arrastrar una bicicleta…  Me mordí la lengua.

La pendiente donde estaba varado con el coche se termina apenas un quinientos metros más arriba, al llegar a Pórtugos; luego la carretera se nivela y emprende una bajada que es casi continua hasta Órgiva. Con una de esas bicicletas me hubiera puesto en el pueblo en una hora, pero ahora me tocaba estar allí lamentándome, acordándome de Mohamed, de la última pista y de mis palabras (“¿Para qué quieren esos tontos una bicicleta?”).

- Por favor, Mohamed – exclamé en voz alta en actitud de ruego.

Sin saber qué hacer, sin querer pedir ayuda a ninguno de los coches que pasaba por allí, o subir caminando hasta el pueblo para usar un teléfono, en un nuevo y último intento me senté al volante y giré la llave. ¡El motor se puso en marcha! Casi me olvido del triángulo de señalización. Sin apagar el motor, bajé corriendo carretera abajo a recogerlo y regresé al coche loco de contento, me puse el cinturón y aceleré para llegar pronto a casa.
El sol ya se había ocultado. Fui todo el camino pensando en Mohamed, en lo que había sido el día y en lo que me había pasado. Lo último había sido un contratiempo, pero temeroso del motivo, reprimí las ganas de responsabilizar a Mohamed, no fuera a detenerme el coche otra vez en el llano que se extiende de la subestación del Poqueira hasta el Padre Eterno, porque sentía… sospechaba que había sido Mohamed el responsable de aquella extraña avería. Puse música para tratar de distraerme. Al llegar a casa resoplé aliviado, y cuando pensaba que había terminado el juego encontré una última nota en mi escritorio.

 Décima y última pista:

“”No dejaremos de explorar, y el final de nuestra exploración será llegar al punto de partida y conocerlo por primera vez”

- J.S. Eliot -











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