Capítulo 2

UN EPISODIO DESCONOCIDO EN LA GUERRA DE LA ALPUJARRA

- Creo que después de todo éste tiempo juntos, existe confianza y mereces que te desvele alguno de los episodios de mi vida, entre ellos el más duro. Te contaré mis últimos días… Por favor, te pido que no te sorprendas si ves que me emociono, si me enojo o se me saltan algunas lágrimas. Tú puedes hacer lo mismo; me refiero a que no te aguantes las ganas de expresar tus sentimientos ante lo que oigas.

- Está bien. Me dejaré llevar.

- Pues entonces, ahí voy. Era el mes de Octubre de año 1569…
… Después de un año, los moriscos de la Alpujarra todavía seguíamos luchando contra las tropas cristianas del rey Felipe II en una guerra de guerrillas; pero también estábamos ensalzados nosotros mismos en una guerra de rivalidad y codicia. El que era mi señor, el Rey Fernando de Válor, también conocido como Aben Humeya, descendiente del mismísimo profeta, sospechando la traición de su primo Aben Abú y poco antes de ser asesinado por él, envió un pequeño destacamento de hombres, entre los que me incluía yo, sus más fieles, a poner a salvo todas sus riquezas. Cargados hasta los topes, veinte mulas y el mismo número de varones con sus caballerizas, abandonamos el cuartel general ubicado en Cádiar protegidos por la oscuridad de una noche cerrada, para adentramos en mitad de la sierra en busca de un escondrijo seguro, y ocultar allí el codiciadísimo tesoro que transportábamos con el mayor de los sigilos. Aún desconozco como el tesoro llegó allí y mucho menos cual era su origen. Quizás perteneció a Boabdil quien se lo llevó oculto entre sus pertenencias después de salir por última vez de la Alhambra en 1492, y lo escondió luego en la Alpujarra antes de viajar hacia África con la esperanza de regresar algún día y utilizarlo. Quizás era el vestigio y suma de otros tesoros más antiguos hallados en la zona por los lugareños… no lo sé. Lo cierto es que estaba compuesto por piezas antiquísimas procedentes algunas de antiguas civilizaciones del Valle del Ur, de Egipto, de las tierras de los Fenicios, de los Griegos, los Cartaginesas, los Romanas, incluso de la lejana China y por muchas otras piezas más modernas procedentes de las tierras de Arabia.

- ¿Pero cómo sabes tú todo eso? ¿Acaso tuviste ocasión de examinar el tesoro? – pregunté con los ojos como platos, cosa difícil en mí porque los tengo hondos y rasgados como dos puñaladas en un tomate.

- Espera y no seas impaciente. Ya llegaremos a eso – Mohamed siguió contando su historia.

Iba diciendo que veinte hombres y veinte mulas cargadas con aquel magnífico tesoro, abandonamos el cuartel general de Aben Humeya en Cádiar en la oscuridad de la noche. Pero a pesar del sigilo, una caravana tan grande, llevando tanta riqueza junta y tanto movimiento, no pudo pasar desapercibida. Aben Abú consiguió enterarse de que algo sucedía y no sé cómo, posiblemente por alguna traición, averiguó de qué se trataba. Entonces envió su mejor grupo de hombres armados hasta los dientes para interceptarnos y robarnos el tesoro cuyo destino sólo sabía el jefe que comandaba mi grupo. Con aquella cantidad de animales y cargados con tanto peso sobre sus lomos, no fue difícil seguirnos la pista y darnos alcance bien pronto en un lugar irregular y muy arbolado. Entonces se entabló un horrible combate a ciegas entre los más fieles y preparados partidarios de los primos Abú y Humeya. La pelea fue muy cruel y sangrienta y no hubo piedad. En aquella sombría y oscura noche donde ni tan siquiera brillaban las estrellas, sin ver absolutamente nada, los dos grupos rivales nos degollamos vivos unos a otros – El rostro de Mohamed se tornó especialmente triste y sombrío en esta parte del relato – Tan grande era la oscuridad y el desconcierto de la lucha que incluso de manera absurda nos matábamos entre nosotros mismos y nuestros perseguidores entre ellos; solo así me explico que sólo yo pude sobrevivir cuando nuestros seguidores nos superaban ampliamente en número. De todos, fui el único superviviente, y como no podía dejar testigos, pues ya se nos había instruido sobre el secretismo de aquella misión, atendiendo a las órdenes, rematé en el suelo todos los cuerpos, muertos y heridos. Yo aún era un loco inconsciente a la orden de otro loco, así que excitado todavía por el combate, pero decidido, uno por uno me encargué de asegurarme de que no quedaran testigos, acallando todos los gemidos de la noche.

Al escuchar esto último, un escalofrío recorrió mi cuerpo de arriba abajo. No me hubiera imaginado nunca algo así de Mohamed. Lo miré de reojo y él mismo parecía con la vista ausente y perdida en la lejanía. Mohamed continuó después de un breve intervalo.

- Fiel a Aben Humeya, a quien le había prestado juramento de fidelidad hasta la muerte, decidí cumplir yo sólo con la misión que nos había sido encomendada. Reuní las mulas, que por suerte se mantuvieron atadas, y las conduje cada vez más adentro en la espesura del monte sin saber ciertamente a dónde iba, pues al morir mi capitán, el único conocedor del destino que aguardaba al tesoro, ya no sabía hacia donde debía de dirigirme. Pero aquel día ya no pude más; estaba agotado. En el desfiladero más olvidado de la Alpujarra me bajé de mi caballo para descansar, até las mulas y caí rendido al suelo, pasando aquella noche acurrucado entre peñas y matojos.

A la mañana siguiente me desperté bien tarde, cuando ya el sol estaba casi en lo alto, y en ese mismo sitio, como por cosas del destino, acerté a ver el escondrijo que tanto necesitaba. Entre la vegetación y mientras observaba a una mula que comía de un arbusto, divisé lo que parecía la entrada de una gruta, y quise verificarlo apartando la maleza para mirar y asomarme dentro. El agujero parecía profundo, así que con un palo, un poco de aceite que llevaba encima y una pieza de tela, fabriqué una tea y la prendí. Luego entré en la cueva y pude comprobar que era profunda, y que al final había una gran ampliación que era perfecta para amontonar el tesoro; y así lo hice. Aquel día no haría mucho más pues estaba muy cansado. Verifiqué que nadie me seguía, me curé algunas heridas, comí alguna fruta silvestre y luego hice una cama de ramas y hojas tiernas para echarme a dormir de nuevo.

A la otra mañana comencé a trabajar con la primera luz del alba. Era demasiado trabajo para un solo hombre por lo que tendría que darme prisa; además, no sabía si me estarían buscando. Fui trasladando el tesoro mula por mula, y así durante tres días de agotador trabajo en que el tiempo se me hizo interminable pensando que alguien pudiese descubrirme; pero tuve suerte y pude terminar al fin sin problemas y sin interrupciones de ninguna clase que no fuese mi propia necesidad de descansar. Nadie me descubrió. Entonces tapé bien la entrada, y tomando mi caballo y las mulas, regresé a casa de mi señor, Aben Humeya, sospechando lo peor. Por el camino di un gran rodeo y liberé y dispersé las mulas; yo mismo cambié de aspecto para aparentar ser otro y que no se me reconociera. Cuando llegué bien tarde ese mismo día a la casa de Aben Humeya, descubrí que lo habían asesinado tal como sospechaba, y que ahora era Aben Abú quien comandaba las fuerzas moras. Esa noche no pude averiguar mucho más. La verdad es que existía un gran secretismo acerca de la matanza que había ocurrido apenas cinco días antes y en la que yo había intervenido. El destino quiso colaborar conmigo, ¡y de qué manera!, para que el tesoro pudiese quedar bien oculto hasta hoy.

- ¿Cómo?- Interrumpí a Mohamed sorprendido- ¿El tesoro todavía sigue escondido en esa gruta, aquí en la Alpujarra?

- Sí, aquí sigue, pero ahora déjame continuar mi relato.

Cuando Mohamed me dijo aquello, mi curiosidad creció vertiginosamente.

- Como decía, el destino quiso colaborar para que el tesoro se mantuviese oculto hasta nuestros días. Primero porque la lluvia ayudó a borrar el rastro que el paso de las mulas dejaron después de abandonar el sitio de la lucha, y segundo porque la proximidad de las fuerzas cristianas hizo temer a Aben Abú que éstas se enterasen de la existencia del tesoro y se apoderaran de él. Por eso, Abú, tuvo que actuar con mucha discreción y no levantar sospecha. Tan bien lo hizo que ni siquiera hoy hay ninguna reseña histórica de aquella matanza, y menos aún, de tan fabuloso tesoro.

- ¡Guau! Es cierto. Creo que nadie imagina que haya podido suceder una cosa así, y menos aún, nadie sospecha que haya escondido aquí un tesoro de esa importancia; si acaso alguno pequeñito – Mohamed, que me estaba mirando, volvió la cara al frente y siguió narrando su historia.

- Con suerte y sin dejarme ver, quise entonces volver a mi casa, con mi familia, pero entonces fue cuando descubrí algo terrible, – Mohamed hizo una pequeña interrupción y de pronto continuó - que toda mi familia había sido asesinada. Encontré mi casa calcinada por el fuego y el cadáver de mi mujer y de mis tres hijos colgando de un árbol. - Dos grandes lagrimones brotaron de los ojos de Mohamed mientras decía eso con la voz temblorosa.

- ¡Vaya!, lo siento – acerté a decir casi imperceptiblemente y apesadumbrado. – Mohamed prosiguió.

- Un pequeño grupo de familiares y amigos que huyeron antes de la masacre, y que reencontré escondidos en los alrededores, me contaron que habían sido los cristianos; bueno, los que se hacían llamar cristianos. Entonces, allí mismo, hincado de rodillas, sintiéndome ultrajado, traicionado, humillado y despojado de todo lo que más quería, desbordé de odio e hice la promesa de luchar hasta el final vengándome de cristianos y moros, quienes sólo me habían traído muerte y destrucción – La cara de Mohamed cambió a rabia - Me había convertido en uno de los hombres más ricos del mundo, pero me sentía el más miserable y solitario. ¿Para qué me servía aquel enorme tesoro escondido en las profundidades? me pregunté. ¡Para nada! Cargué mi caballo con algunas pocas cosas que encontré entre los restos incinerados de mi casa, algún alimento y alguna ropa vieja, y me interné en la sierra dispuesto a emprender mi revancha personal contra todos: “Mohamed solo contra el mundo”. Así anduve vagando algunas pocas semanas, robando y cometiendo atrocidades a diestro y siniestro, ciego de odio, hasta que atormentado, y cansado de huir, un día decidí quitarme la vida. El resto tú ya lo conoces.[1] – Mohamed terminó su relato, agachó la cabeza y cerró los ojos.

Un manojo de sentimientos variados me vinieron de golpe. Por un lado estaba sorprendido por el dramatismo de la historia que Mohamed me había contado; de hecho me sentí temeroso hacia él al conocer una nueva faceta de su vida que no me resultaba agradable; siendo sincero, que me causaba pavor. Por otro lado estaba apenado por él, por la manera tan cruel en que perdió a su familia y por el sufrimiento al que estuvo sometido. Por último, además, estaba sorprendido pues ignoraba que pudiese existir un tesoro de esa envergadura aquí en la Alpujarra; así que a pesar de mi temor y de mi pesar, me sentía afortunado de ser el amigo íntimo de tan magnífico Maestro, poseedor y guardián de un fabuloso tesoro que aún estaba aguardando ser descubierto. Y entonces, animado, sintiéndome como un niño que empieza a vislumbrar su mejor fantasía, hablé.

- Mohamed, ¿sabes qué? No sospechaba que hubieras sido capaz de tanta crueldad. Si lo hubiese sabido al poco de conocerte, seguro que hubiera huido horrorizado; pero aún así y conociéndote como te conozco, me cuesta trabajo creer que hayas cometido todos esos crímenes horrendos que cuentas.

- Ahora sabes por qué no te los he contado antes y por qué no me gusta hablar de ello. No me siento precisamente orgulloso. No me gusta recordarlo. Y lo que es más importante, no deseo que nadie sufra más por las acciones similares de otras personas; pero si miras ese invento vuestro que llamáis televisión, está sucediendo todos los días. Sólo cambian los protagonistas, pero la locura es siempre la misma. Yo hoy te lo he contado para que un poco de esa “mala energía” que aún me atenaza, salga de mí y me libere, aunque quizás no me liberaré totalmente hasta el día que pueda contar esto mismo sin sentirme mal ni sentirme culpable.

Aquel día hablamos poco más. Mohamed se sentía apesadumbrado y yo no tuve más fuerza para preguntarle sobre más cosa acerca de su vida, a pesar de que me hubiera gustado hacerlo sobre el tesoro, pero sencillamente no me parecía el momento oportuno; así que nos despedimos y yo me bajé al pueblo pensativo.





[1] Ver “La Alpujarra: ¿Estado Independiente?”

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